Colmado de cáncer, no contiene el esfínter, apenas puede levantarse. Ratardar su muerte sería alargar su agonía. Sus dueños retribuyen seis años de amor con un final rápido e indoloro, con esa piedad paradójica y brutal de que hacemos gala los humanos.
Todo está dispuesto para su partida. La fosa en que yacerá está cavada en el jardín, los niños han sido avisados y preparados. Dentro de unas horas será sólo un recuerdo, y cuando el nuevo cachorro haga su entrada ni siquiera eso, porque el olvido sigue siendo nuestro paliativo preferido.
Lo he llorado toda la noche, insomne y llena de rabia contra una enfermedad que prefiere a los mejores. Y con él he llorado al perro de Goya, semihundido y resignado, que me borró en un segundo la felicidad de tantas pinturas maravillosas en el calor madrileño.
Entre tanta pena, es un alivio la lluvia. No ha de brillar el sol cuando muere un perro bueno.
Hay quien dice que la muerte de los animales no se llora porque de lo contrario la Parca se hubiera llevado, en su lugar, a un ser humano. A mí eso me parece de lo más absurdo, he llorado la muerte de perros, gatos, pollitos, pajaritos y hasta pececitos como si fueran personas, les dedico recuerdos, sigo mirando sus fotos, etc. Ellos son parte de la vida y muchas veces las vida se les hace demasiado difícil, pobres callejeros con hambre y frío y estúpidos que los patean y abandonan. Por una parte piensa en la buena vida que tuvo mientras pudo, es el único consuelo, si existe consuelo, que nos queda cuando eso sucede, por la otra, desearía que sus dueños estén con él, cuando inevitablemente suceda.
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