Después de mi familia y mis amigos, lo que más extraño son los libros que dejé atrás. Muchos se quedaron al cuidado de mi padre, que los mima por él y por mí, pero otros desaparecieron sin dejar rastro. Robados, prestados, extraviados, idos al fin y al cabo.
Hoy echo de menos el "Caballito blanco" de Onelio Jorge Cardoso, que contenía dos de los cuentos que más me gustaban cuando era niña: El canto de la cigarra y Los Tres Pichones. En la larga lista de los que deben ser recuperados, éste va a la cabeza.
Había sido un acuerdo de todos los pequeños habitantes del monte: hallar un lugar donde no viniera a plantar sus pezuñas el buey, o donde los continuados pasos de un hombre no hicieran trillos desnudos en la tierra.
Era preferible algún peñón alto de la montaña donde no treparan los animales grandes; o tal vez una rajadura entre las piedras, bastante bien soleada, para establecer definitivamente la aldea.
Y así se hizo.
Vino volando una abeja desde lejos y dijo:
— Hay un recodo espléndido, un vallecito con tres hilos de agua y una cantidad de romerillo florecido que da al pecho.
— ¿Y está cerca del paso de los hombres? —preguntó una hermosa bibijagua negra.
— Lejos —dijo la abeja—, tanto que desde allá arriba se les ve como pulgas saltando detrás de sus ganados.
— Pues vámonos allá —dijeron todos.
Y allá se fueron, a formar el pueblito feliz de los pequeños habitantes del monte.
Acarreaban las hormigas sus alimentos en una larga cordillera laboriosa que subía desde el pie de la montaña hasta lo alto del pueblo. Volaban las abejas en busca del polen y néctar para formar en los palos huecos del monte sus ricos y deliciosos panales. De noche prendían sus luces los cocuyos para alumbrar con suave luz la placita del pueblo.
Pero de todo aquel concierto de paz y abundancia se elevaba, de vez en cuando, un canto especial. Era una joven cigarra, que no hacía otra cosa más que cantar alegremente para todos.
Los grillos, que son muy buenos músicos, alababan mucho a la cigarra, y todos en general se hacían lenguas de su música.
Sin embargo, desde el pequeño ayuntamiento, un par de ojos torcidos, miraban hacia su casa. Era el alcalde, un grueso escarabajo de bombín y bastón que ambicionaba ser músico a toda costa, sin conseguirlo jamás; a pesar de pasarse horas y horas a puertas cerradas con su arco de violín, que hacía resbalar sobre sus patas lustrosas y dentadas.
Se cansaba pues, de intentarlo y corría a la ventana para echar una mirada de envidia a la joven cigarra, quien a veces con la luna también cantaba y otras veces no.
Desde luego, la envidia es como una oscura semillita que, si no se saca pronto del corazón de uno, crece y crece hasta que hace al corazón malvado. Y en esto fue en lo que vino a parar aquel mirar de envidia y aquella mala música que ni el mismo escarabajo alcalde podía oir [...]
Foto: Cuba Literaria
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