Él, judío de segunda generación y por tanto apodado El Moro, fue durante años el loco del barrio, siempre descalzo y a medio vestir, sentado a la entrada de una casa que en su momento fue suntuosa, y que ahora se le estaba comenzando a caer encima. Ella es una bandida: rapaz, fiestera, suelta de lengua y en su tiempo de bragueta.
Por alguna razón terminaron juntos y ella, a fuerza de maña y trabajo, resucitó la casa y la ha dejado como estaba antes, pero además se le ocurrió la brillante idea de alquilar por horas tres de las cuatro habitaciones que tiene. O sea, ha puesto un burdel, pero sin putas fijas. El único trapiche que yo he visto funcionar efectivamente en mi vida, es ese: la molienda es imparable, por ahí nunca han pasado las horas negras del tiempo muerto.
Hay un viejito que pasa cada día muy temprano, con una caja de madera atada al portapaquetes de su bicicleta, llena de pan recién horneado para vender. Es muy simpático, extremadamente educado, siempre me echa la bendición, y me pregunta cómo dormí, y me cuenta qué número salió en la charada. Una mañana, mientras me daba el vuelto, se quedó mirando para la ventana de la casa de Ellos que da a la calle, escuchando la música que se filtraba por entre las persianas -invariablemente Marc Anthony o Álvaro Torres, dependiendo del grado de romanticismo del guajiro de turno: sin esos dos no hay sandunga posible en los pueblos del interior cubanos- y me dijo bajito:
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¡Habla, pueblo de Aura!