Las otra chicas la acosaban constantemente, la dejaban perderse en los trillos de una cháchara incesante en la que se mezclaban los dolorosos cuentos de su vida -la miseria de la casa, los golpes del padre, los gritos de la madre, los maridos de Barbarita, que sólo tenía trece años...- y la fantasía de un futuro mejor que se tornaba oscura en cuanto ella abría la boca para dibujarla. Cuando se cansaban de mortificarla, de reirse de su tartamudeo y sus espasmos, la ahuyentaban de malos modos, y ella se alejaba con la tristeza entre las piernas.
Yo la veía venir por el pasillo, entre la hilera de literas, con el paso cansado de los vencidos. Cuando llegaba a mi le sonreía y ella me miraba largo, como tratando de ubicarme en la maraña de su mente. " Hoy no me vas a dar dulce?", decía finalmente, y yo buscaba la latica de leche condensada hervida y ponía una cucharada de la mezcla prieta y pegajosa en su mano flaca. Entonces aparecía, lenta y loca, la sonrisa, abriendo la boca de zapote.
Hoy la he soñado, y el desasosiego de su imagen lastimosa se me ha metido en los huesos. Qué pena, Magdalena, que la vida no sea un pegote azucarado en la palma de la mano de una niña que se aleja lamiéndolo muy despacio...
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¡Habla, pueblo de Aura!