“But Paris was a very old city and we were young and nothing was simple there, not even poverty, nor sudden money, nor the moonlight, nor right and wrong nor the breathing of someone who lay beside you in the moonlight.”

E. Hemingway.
"París era una fiesta"


Friday, 20 March 2015

Gabo para un eclipse

El padre Cayetano Delaura fue invitado por el obispo a esperar el eclipse bajo la pérgola de campánulas amarillas, el único lugar de la casa que dominaba el cielo del mar. Los alcatraces inmóviles en el aire con las alas abiertas parecían muertos en pleno vuelo. El obispo se abanicaba despacio, en una hamaca colgada de dos horcones con cabrestantes de barco, donde acababa de hacer la siesta. Delaura se mecía a su lado en un mecedor de mimbre. Ambos estaban en estado de gracia, tomando agua de tamarindo y mirando por encima de los tejados el vasto cielo sin nubes. Poco después de las dos empezó a oscurecer, las gallinas se recogieron en las perchas y todas las estrellas se encendieron al mismo tiempo. Un escalofrío sobrenatural estremeció el mundo. El obispo oyó el aleteo de las palomas retrasadas buscando a tientas los palomares en la oscuridad.

«Dios es grande», suspiró. «Hasta los animales sienten».

La monja de turno le llevó un candil y unos vidrios ahumados para mirar el sol. El obispo se enderezó en la hamaca y empezó a observar el eclipse a través del cristal.

«Hay que mirar con un solo ojo», dijo, tratando de dominar el silbido de su respiración. «Si no, se corre el riesgo de perder ambos» .

Delaura permaneció con el cristal en la mano sin mirar el eclipse. Al cabo de un largo silencio, el obispo lo rastreó en la penumbra, y vio sus ojos fosforescentes ajenos por completo a los hechizos de la falsa noche.

«¿En qué piensas?», le preguntó.

Delaura no contestó. Vio el sol como una luna menguante que le lastimó la retina a pesar del cristal oscuro. Pero no dejó de mirar.

«Sigues pensando en la niña», dijo el obispo.

Cayetano se sobresaltó, a pesar de que el obispo tenía aquellos aciertos conmás frecuencia de la que hubiera sido natural. «Pensaba que el vulgo puede relacionar sus males con este eclipse», dijo. El obispo sacudió la cabeza sin apartar la vista del cielo.

«¿Y quién sabe si tienen razón?», dijo. «Las barajas del Señor no son fáciles deleer».

«Este fenómeno fue calculado hace milenios por los astrónomos asirios», dijo Delaura.

«Es una respuesta de jesuita», dijo el obispo.

Cayetano siguió mirando el sol sin el cristal por simple distracción. A las dos y doce parecía un disco negro, perfecto, y por un instante fue la media noche a pleno día. Luego el eclipse recobró su condición terrenal, y empezaron acantar los gallos del amanecer. Cuando Delaura dejó de mirar, la medalla de fuego persistía en su retina.

«Sigo viendo el eclipse», dijo, divertido. «Adonde quiera que mire, ahí está».

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