El padre Cayetano Delaura fue invitado por el obispo a esperar el
eclipse bajo la pérgola de campánulas amarillas, el único lugar de la
casa que dominaba el cielo del mar. Los alcatraces inmóviles en el aire
con las alas abiertas parecían muertos en pleno vuelo. El obispo se
abanicaba despacio, en una hamaca colgada de dos horcones con
cabrestantes de barco, donde acababa de hacer la siesta. Delaura se mecía
a su lado en un mecedor de mimbre. Ambos estaban en estado de gracia,
tomando agua de tamarindo y mirando por encima de los tejados el vasto
cielo sin nubes. Poco después de las dos empezó a oscurecer, las gallinas
se recogieron en las perchas y todas las estrellas se encendieron al
mismo tiempo. Un escalofrío sobrenatural estremeció el mundo. El obispo
oyó el aleteo de las palomas retrasadas buscando a tientas los palomares
en la oscuridad.
«Dios es grande», suspiró. «Hasta los animales sienten».
La monja de turno le llevó un candil y unos vidrios ahumados para mirar
el sol. El obispo se enderezó en la hamaca y empezó a observar el
eclipse a través del cristal.
«Hay que mirar con un solo ojo», dijo,
tratando de dominar el silbido de su respiración. «Si no, se corre el
riesgo de perder ambos» .
Delaura permaneció con el cristal en la mano
sin mirar el eclipse. Al cabo de un largo silencio, el obispo lo rastreó
en la penumbra, y vio sus ojos fosforescentes ajenos por completo a los
hechizos de la falsa noche.
«¿En qué piensas?», le preguntó.
Delaura no
contestó. Vio el sol como una luna menguante que le lastimó la retina a
pesar del cristal oscuro. Pero no dejó de mirar.
«Sigues pensando en la
niña», dijo el obispo.
Cayetano se sobresaltó, a pesar de que el obispo
tenía aquellos aciertos conmás frecuencia de la que hubiera sido
natural. «Pensaba que el vulgo puede relacionar sus males con este
eclipse», dijo. El obispo sacudió la cabeza sin apartar la vista del
cielo.
«¿Y quién sabe si tienen razón?», dijo. «Las barajas del Señor no
son fáciles deleer».
«Este fenómeno fue calculado hace milenios por los
astrónomos asirios», dijo Delaura.
«Es una respuesta de jesuita», dijo el
obispo.
Cayetano siguió mirando el sol sin el cristal por simple
distracción. A las dos y doce parecía un disco negro, perfecto, y por un
instante fue la media noche a pleno día. Luego el eclipse recobró su
condición terrenal, y empezaron acantar los gallos del amanecer. Cuando
Delaura dejó de mirar, la medalla de fuego persistía en su retina.
«Sigo
viendo el eclipse», dijo, divertido. «Adonde quiera que mire, ahí está».
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