—Pero, ¿extrañás Cuba?—me ha preguntado una amiga, maga de imáges.
He tenido que pensar la respuesta, y luego he tenido que sentirla, y con lo segundo me he quedado porque es mi manera de decir las cosas.
Cuba son los abuelos, tres muy blancos y una mulata. Cuba es Silvio y Pablo y Matamoros y María Teresa y Frank que canta que ay amor, amor. Cuba es el sofrito, Nitza y Margot y mi abuela planchando la natilla. Cuba es mi abuelo poniendo la primera piedra en aquel parque. Cuba es mi madre y su belleza de valkiria. Cuba es mi padre y sus gardenias y su o bella ciao para mí. Cuba son mis hermanos, mis cómplices de tanto; y mis amigos, la fiera terquedad con que seguimos unidos. Cuba es mi tía y sus lecciones de vida, sus discos de Julio Iglesias y sus cigarrillos de mujer libre para despertarme. Cuba es La Habana y el trueno de las cuatro de la tarde. Cuba es mi ciudad y el mar y la luna y los árboles que ya no existen y las esfinges que vieron como se perdían del recuerdo y las campanas de la iglesia dando las doce mientras yo amaba a alguien por un para siempre que resultó muy corto. Cuba es los ojos y la risa y el "ay, coño, sí..." de un orgasmo y las ventanas altas y el sol negrero y el olor a trapiche y el sabor de los ostiones estallando en la boca.
Esa Cuba no necesito extrañarla porque la llevo dentro: soy yo.
Hay otra Cuba, bárbara y sádica y devoradora de hijos, que no ha conocido jamás otra cosa que sangre y codicia y por eso ladra si te le acercas, pero esa no cuenta, no le permito que cuente.
Así que no. No.
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