Más que la maldad y la ignorancia, me atribula la santimonia. Nunca he sabido bien cómo tratar a esa gente que está firmemente convencida de su superioridad buenoide con respecto al resto de los mortales. Esa gente que dice "de los buenos quedamos pocos" sin pizca de ironía, creyéndolo de veras y llevándolo prendido al pecho como un floripondio de virtud.
Supongo que el malestar me viene de militar en las filas contrarias, de ser parte de esa hueste de infelices tan conscientes de ser sarcásticos, excépticos, difíciles, egoístas, a veces francamente cabrones y en otras palabras un trago amargo para el prójimo desprevenido, que nos rompemos el labio a fuerza de callar, y cuando nos dicen que nos quieren respondemos: "Gracias", pero en realidad queremos decir: "¿Por qué?"
Sin embargo, creo que nuestros filos son más fáciles de sobrellevar, precisamente por brillar al sol. Una verónica es decidamente mejor que escuchar una charla larga como un intestino y tener sólo una cosa que decir, al final: ora pro nobis.
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¡Habla, pueblo de Aura!