"...y regalarle ropitas a la pobrecita hija del chófer."
Ésa soy yo, pienso cuando la miro caminar pasillo arriba y abajo, escueta y oscura de sol, cargada de baldes y trapeadores y plumeros.
No es mi culpa que tengamos casi la misma edad y nos encontremos sin embargo en extremos opuestos de la balanza. No es mi culpa que sus hijitas no tengan medias para ir a la escuela, o que su casa sea apenas un cuarto. No es mi culpa que en la cooperativa donde trabaja su marido no paguen desde hace dos meses, ni es mi culpa que ella se vea obligada a levantarse a las tres de la madrugada los domingos para hacer comida que luego vende en la gallera para ganar unos pesitos con que ir tirando. No es mi culpa, mas no me siento absuelta.
En su simplicidad ella es incapaz de notar el engaño, de rebelarse ante la diferencia de clases en una sociedad que le vendieron como hecha de hombres y mujeres iguales, pero yo sé. Y mientras empaco para sus niñas las ropitas que mi hija no quiere, mientras les preparo una cajita con las golosinas del cumpleaños al que su madre no las llevará, me creo cómplice.
Por eso, queridas vecinas, han de perdonarme ustedes si le pago el triple de lo que corresponde. No es cuestión de hacerme la buena, es que con una leve inflación y dos o tres caras agrias vivo mejor que con la conciencia revuelta.
No es nuestra culpa y al mismo tiempo, nos sentimos culpables.
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