"Por todo Paris busco el automóvil gris de mi hombre", cantaba mi tía frente al espejo de su boudoir, imitando la lengua gruesa y las maneras lascivas de la Montiel, mientras se acicalaba para salir con su galán, un cincuentón simpático dueño de un Oldsmobile asmático de asientos grandes y verdes. Y yo me reía sin asomo de burla, hechizada por los vapores del talco y el brillo del satén, pulía mis uñas con su polissoir y me probaba los sostenes con ballenas que aún guardaba en la última gaveta de la cómoda.
Y en las tardes lluviosas y eternas de los domingos de mis trece años, se nos podía ver a las dos, sentadas frente a aquel televisor tan ruso y tan blanquinegro, esperando a que empezara por enésima vez "La Violetera" y el pregón le devolviera a la vida algo del encanto iluso del pasado que para mí ni siquiera había sido.
Sarita -que así le decíamos en Cuba, porque si algo tenemos los taínos es cariño y trato confianzudo- se volvería luego en España ícono de lo ridículo, pero en Cuba, para la mayoría y gracias a la divina circunstancia del agua por todas partes y la falta de prensa del corazón, todavía es la mujer despampanante que canta un último cuplé desde una pantalla en la que aún es domingo, y llueve.
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