Este ha sido, para mí, el año de los despertares dolorosos, pero el amanecer de hoy de alguna manera me compensa; de ello pero sobre todo, y por mucho que sea de manera subjetiva y personalísima, de tanto amor perdido, de toda esta separación, esta distancia, este no pertenecer, este morir en cementerios ajenos que arrastramos tantos cubanos. Lo he esperado largo, y aquí está ya por fin.
Sí, me alegro de su muerte. Sí, voy a celebrarla. Soy incapaz de compadecerme de el último suspiro de un déspota que vivió noventa años para disfrutar de su obra: un país arruinado y un pueblo dividido. No creo que haya una vida después de la muerte y siento que precisamente ese es el consuelo para la impunidad; el olvido le espera, como nos espera a todos, y dentro de unos años este hombre, que tuvo bajo su pie a once millones de infelices, no será más que un par de piernas pétreas en las arenas del vasto desierto de la desmemoria: la historia lo absorberá.
No imagino mejor despedida que una guarachita, de esas que me hacen recordar que tengo caderas, y un buen trago de ron. ¡Llévatelo, viento de agua!
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¡Habla, pueblo de Aura!