Se llamaba Zenaida, y sabiamos bien que nos espiaba.
Se llamaba Zenaida, y le exigía a mi abuela las dalias blancas que cultivaba para nuestros propios muertos, porque el retrato del Ché en su sala las merecía más.
Se llamaba Zenaida, y nos paró a mi hermana y a mí en la calle para preguntar si éramos hijas del general Ochoa, mientras aquel juicio de espanto acontecía cada noche, sólo porque nuestro papá se le parecía físicamente.
Se llamaba Zenaida, y no encontramos un ramalazo de compasión cuando la vimos decaer, adelgazar, consumirse, convertirse en una epecie de fantasma, perdido todo rastro de descaro y sorna, y por último desaparecer, víctima de un cáncer de estómago que no conoció paliativos.
Se llamaba Zenaida, y tuvo una nuera dulce y pequeñita que es mi amiga para abrazar largo.
Se llamaba Zenaida, y tuvo una nieta oscura e inquieta para quien compro y llevo leves vestidos que la hacen feliz.
El odio no ha de dejarse en herencia. Nadie debe heredarlo, nunca. Los pecados del padre, sólo en voz de Tom Waits, si llueve.
No comments:
Post a Comment
¡Habla, pueblo de Aura!