Alicia tenía setenta años cuando la conocí, pero aparentaba al menos
veinte más. Era frágil, de color tórtola, y vivía en la parte trasera de
la herrería, en una casita siempre en sombras que olía a hierbas.
Me
gustaban su nombre y los tilos que ofrecía, y sus estampas de santos, y
sus comadritas, por eso iba con mi abuela a visitarla; sentada en una
sillita mientras ellas conversaban a golpe de balance y penca, observaba la vida pasar por su patio pequeñito y rebosante de flores y
plantas aromáticas, con una verjita de hierro oxidado que daba al pozo en que se había ahogado el niño.
En
el recuerdo se me quedaron sus violetas, la manzanilla que crecía cada
vez más, los claveles y cajigales junto a las brujitas y las
campanillas. La mejorana, la colonia y el orégano plantados en laticas
de carne rusa, la verbena con sus flores azules y espigadas: todo un
mundo verde y sencillo.
Me pregunto qué habrá sido del
patio de Alicia, del ramo de millo con la cruz de palma bendita tras su
puerta, del eterno vaso con flores adornando el altarcito en una esquina
de la sala. Me pregunto si sus nietos la recuerdan como yo o si ha
pasado demasiado tiempo. Algún día les preguntaré, si me atrevo.
Mientras tanto, sigo pensando en ella cuando veo los nomeolvides de mi
jardín, mustios de lluvia, pero aún azules, aún vivos.
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