Hoy he vuelto a tener la ya -gracias a Dios- casi olvidada sensación, mezcla de miedo, asco e impotencia, que provoca el que un desconocido te siga de cerca, desnudándote con la vista, ajeno a tus intentos de esquivarlo, persistiendo en su insolencia hasta que no te queda otro remedio que dejarle el lugar.
Y he recordado a dos tipejos: el uno, una especie de Gollum que vivía a la lado de la oficina de mi papá, y el otro, bigotudo y canijo, que todavía no sé qué coño hacía cada día en el parque Céspedes, justo a la hora en que yo tenía que cruzarlo de camino a la escuela; sus grocerías, sus gestos obscenos, me amargaron tantas mañanas que apenas puedo contarlas.
Y no creo en la re-encarnación, pero de ser cierto, espero que estos tres re-encarnen en sí mismos, y que yo lo haga en El Vengador de la Macana Raúda, o en Tanganica, la negrona de mi pueblo que rompía melones de un puñetazo, y que nos encontremos en algún callejón sin salida de algún vericueto del mundo.
A ver a cómo tocamos entonces, trío de mariquitas.
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¡Habla, pueblo de Aura!