"Yo amo a los Estados Unidos; jamás me iré de aquí. Nunca volveré a vivir en una isla. ¡Y menos en la Isla de Juana!"
Y
he recordado la sonrisa en los ojos de mi papá, aquella vez que su
primer esposa, en medio de una conversación aparentemente cordial
cuarenta años después del divorcio, le espetó que a ella le habría
encantado tener más hijos, pero de ninguna manera con él.
Y
por carambola he recordado también, de un par de amiguillas de
infancia, cómo la una montaba en cólera en cuanto el juego no marchaba a
su antojo y gritaba: "¡Pues me voy!", roja de indignación, y el modo en
que la otra respondía con su tono dulce, impasible, sin levantar
siquiera la vista de la cena con pétalos de mirto que estaba preparando: "Sí, váyase al carajo..."
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¡Habla, pueblo de Aura!