La una escribe una carta enumerando culpas, prepara la horca, y luego da la voz de alarma para que el mundo se desbarranque en carreras y llamadas y llantos y preguntas y acusaciones y cuentas del psicoanalista.
La otra va en silencio hasta la cocina, da vuelta a la llave y se va de la vida dejándole a las fauces del destino un niño de once años que ahora merodea por los jardines de la escuela, que no quiere estar solo pero tampoco acompañado, arrastrando la carriola que ya no le saca risas.
Y es que las personas son como las bombillas; algunas parpadean durante largo tiempo, desesperadas y desesperantes, reclamando atención, mientras que otras brillan hasta el último segundo y luego sencillamente se apagan. La oscuridad que dejan las segundas, es la verdadera.
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¡Habla, pueblo de Aura!