Me llega el halo amoniacal de sus axilas antes que su voz y su mano pálida alargándose para estrechar la mía. Maldigo una vez más la circunstancia del agua por todas partes, el platanal con sus nocturnos roces y los feriados que alejan de mi al alemán orate cuando más lo necesito, y entro en el gabinete pensando en la resignación y sus anagramas.
Tecleo, tecleo, tecleo. Tecleo y murmullos, los de él por su naturaleza de sepulturero, los míos porque es para lo único que me alcanza la voz. Tecleo y una espátula. Tecleo y dos manos heladas a cada lado de mi garganta. Tecleo y un pinchazo en el dedo corazón. Tecleo y un "descúbrete, por favor", que no alude a sombrero alguno y que yo entiendo de a una, porque para algo llevo treinta y seis años en esto.
Fuera el sweater de lana. Fuera la camiseta con su risueña calavera. Fuera también la vergüenza, qué le vamos a hacer, cuando sus dedos de páramo sueltan el broche del sujetador para auscultar los pulmones y luego rozan los pechos a medio cubrir mientras escuchan el corazón. "Ya", dice, y yo alcanzo apenas a balbucear "Ah, qué bien..." y a darme la vuelta para vestirme cuando siento los dedos otra vez en la espalda, abrochando el sostén y acomodando los tirantes, y el olor a amoniaco llenándome la nariz. Luego, más tecleo.
"Así debe sentirse la amante de Nosferatus", pienso, y con esa idea en la punta de la lengua escucho el diagnóstico, recibo la recta, doy las gracias y salgo a la calle blanquigris que sonríe rutilante de luces navideñas.
Yo sonrío a mi vez, pero no vuelvo la cabeza para ver si la pálida figura me observa desde alguna torre. Por si las moscas... y los murciélagos que las devoran.
Solo se permiten re-ediciones o recordatorios a los de sesera escasa y a los egocéntricos con déficit de atención (trolls)
ReplyDeleteA usté no, así que ya sabe.