Cuarta estación y sólo había alcanzado a leer treinta páginas. La lentitud, habría dicho él. ¿La suya o la del tren? Ambas, habría contestado él. Bueno, al menos ella no olía a fierro oxidado. Si, claro, al menos eso. Ella olía a agua destilada, a lluvia, a pájaros. Ah, los pájaros...
***
El día anterior ella había encontrado en el balcón un gorrión con un ala lastimada. Buscó una manta y envolvió en ella el cuerpo pequeñito que casi desapareció entre los pliegues de la tela; lo puso en una cestita, alto sobre el estante para que el bandido del gato no lo descubriera.
No tenía con qué alimentarlo y salió al mercado a comprar semillas de girasol, que eran sus preferidas, porque pensó que al pajarillo también le gustarían. Le explicó a la tendera lo que pensaba hacer con ellas, y cuando la mujer le preguntó si dejaría al gorrión en libertad una vez que sanara respondió que si, que naturalmente, pero por dentro entristeció.
Cuando regresó a casa buscó la cesta y la encontró en su sitio. Estaba vacía, empero, y del gorrión sólo quedaba la marca apenas visible de su cuerpo y un tibio olor a desamparo. Desesperó, pero el gato no se dignó a responder a sus acusaciones, y en el teléfono su madre le habló con la voz calma y segura que se usa para consolar a los locos."Ya estás muy grande para platerismos"—dijo también.
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Quinta estación, aún treinta páginas. Al menos no era un cuervo, habría dicho él. Si, claro, al menos eso.
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