Ayer leí algo curioso. En un artículo sobre Leonardo Padura alguien lo comparaba, salvando las distancias, con el Gabo: "Escritores que leen las mujeres que cuidan sus libros." Y tuve que sonreír.
Quienes me conocen saben que los libros son mi universo. Así, pues, tengo libros de todo tipo: algunos, como los de mi padre, están tras cristales, de tan sagrados. Otros, como los tomos del Sandman, en exhibición, de tan majestuosos.
Pero hay libros especiales para mí porque los compré en una epoca de mi vida en Cuba en la tenía que escoger entre merendar o comprarlos, y los escogí a ellos, invariablemente. Me los traje de esa otra vida, y cuando me los tropiezo en el librero es como si tropezara conmigo misma, demasiado flaca y demasiado soñadora, persiguiendo pequeñas librerías improvisadas en viejas casonas con olor a murciélagos.
En esa categoría entran mis libros del Gabo.
Están manchados de todo: de café, de vino, de lágrimas, de sangre menstrual. Los he remendado con cinta adhesiva de cualquier tipo; los he rescatado a última hora de aguaceros; los he reclamado con fiereza si alguien remoloneaba al devolvérmelos.
Pierniabiertos, con notas de amor al margen y orejas de gato, lo único más íntimo que ellos son las bragas viejitas en el fondo de la gaveta, las que son ricas para dormir.
Y sí, claro, lo he hecho también con otros, pero sobre todo con el Gabo porque, quizás de tanto leerlo, la voz me da apenas para decir "¿A ver?" en el teléfono, y pensar que se pueden ir al carajo los hombres que pretenden definir a una mujer que lee.
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