Tengo la violeta genciana asociada a dos fenómenos de mi infancia: las canas de las señoras y Yurmiria.
A los nueve años Yurmiria era menudita y pálida y vivaracha; era la que más alto saltaba y la que más rápido corría, y tenía piojos. Otra vez, o quizás eran los mismos piojos arrastrados desde el primer grado, ¿cómo saberlo? Los piojos eran tan suyos como el hablar apelotonado y los pleitos por bolas con los varones.
Algo me dice que su mamá no le tenía el mismo cariño a los piojos, o quizás estaba harta de enfrentarlos con linimentos y jabones de hiel; el caso es que un día Yurmiria apareció en clase con la cabeza cubierta con un pañuelo de floripondios y se sentó muy seria, y no dijo una palabra durante mucho tiempo.
No le podíamos quitar la vista de encima, aquel misterio era más sabroso que un dildo en un convento; por fin, durante el recreo, uno de los varones se le acercó por detrás a toda carrera y se lo arrebató de la cabeza.
Allí estaba: el cráneo pelado al rape, rapado con saña, y debajo de la saña las escoriaciones curadas con violeta genciana. Un niño gritó: "¡Parece un guareao!", y ella se revolvió como una gata rabiosa y le fue encima; la maestra tuvo que quitárselo de las uñas. Luego la vi llorando, con su calva de luna, camino a la "Dirección": una imagen salida de Auschwitz.
Desde entonces la llamaron "El guareao". Y yo me pregunté por qué durante muchos años, hasta que me enteré de que mi bisabuela Fela le decía "La guareá" a la amante de mi bisabuelo, porque era pecosa, comparando sus pecas con los huevos del guareao, que tienen pintas.
Y yo nunca he visto un guareao, pero la violeta genciana me recuerda todo lo que no debe hacérsele a un niño. Ni a las nobles canas de las señoras.
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