En mi pueblo, donde taxis, guaguas, tranvías, metros y otras excentricidades del transporte resultan obsoletos, los coches tirados por caballos son -al contrario de lo que creen ciertas moscas vocingleras- una necesidad, si quiere uno moverse de un punto A a un punto B en un período de tiempo razonable y sin derretirse bajo la canícula caribe.
Así pues, el tuerto Zanoni es ahora conductor de uno de esos coches; me lo ha contado mi madre ayer, muerta de risa, después de viajar con él. Y me contó también que el tuerto, entre y bache y bache, soltó un discurso, a propósito de unas señoras con pinta y alza de evangélicas, que bajaron del coche:
"¡Ahora todas son cristianas! ¡Bendiciones pa'quí, bendiciones pa'llá! ¡Con lo putas que eran y lo que han s...!" Y aquí, volviéndose contrito hacia mi madre: "¿Usted me entiende, señora?"
"Si, mi'jo", le contestó ella.
"Descarás..."
Yo, por mi parte, acabo de recuperar la fe en el mejoramiento humano: si la luz del entendimiento se ha hecho en una cabezota como la del tuerto Zanoni, puede hacerse en cualquier otra mollera. Le perdono incluso las veces que intentó espiar por debajo de mi saya de uniforme con su dichoso espejito en el zapato.
¡Aleluya!
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¡Habla, pueblo de Aura!