Con mis pies en sus manos, lo escucho farfullar maldiciones contra la fascitis plantar que rehusa a ceder terreno y contra el ortopédico, que es un inepto.
"Quiero opioides", he dicho dulcemente, mientras acariciaba las hojas de la malanga sobre el escritorio.
"Concedido", ha respondido él de inmediato."¿Algo más?"
"Una botella de buen vino, con prescripción."
Me ha mirado fijamente por un segundo, y ha comenzado a teclear.
"Yo soy noreuropeo. Bebo cerveza y vino para todo, porque es mi derecho histórico. ¿Sabías que en el año 9 a.d.c derrrotamos a los romanos? Pues así fue. Los engañamos y los emboscamos en el bosque de Teutoburgo. Y luego los clavamos a los árboles."
Me ha mirado por un momento, y yo a él.
"Ya no hacemos esas cosas."
"Claro", he ripostado, "es algo bueno, el que las maneras mejoren con los siglos."
Y él ha asentido, y ha dicho que vino no, pero tampoco acepta que le pague. Lo cual es bello e iinstructivo, porque ningún loco está loco si uno se conforma con sus razones.