Y una sabe desde la primer página que va a imitar a Hemingway -lo sabe sin leerlo en el fondo de la taza o en el trazo de la mano; lo sabe como sabe que un amor se va a bolina cuando hay puntos suspensivos, o que a veces no se hace el camino solo, aunque se aparente; lo sabe porque sí, de la misma manera certera e inevitable en que las ratas saben que el barco hace agua; lo sabe y ya- pero lee, porque su papá le enseñó que un libro se lee hasta la última página, así como se vive la vida hasta el último día, aunque sólo sea para decir "qué mierda de libro" o "qué mierda de vida", al cerrar.
Lee y sabe que el escritor ha hecho un viaje de muchas horas, con sus pantalones kaki y su camisa de mangas cortas, y que ha hecho un turismo oficial e inofensivo entre mulatas y tiburones, y que ha regresado ahíto de daiquiríes desangelados, con la naríz enrojecida por el sol negrero del trópicoy listo como nunca antes para crear, y que esa es la génesis de estas mujeres que no parecen putas pero lo son, aunque les falte edad y desgarro y canallada y literatura, y de estos bohemios cincuentones que beben tragos dulces en algún bar de Bergen, convencidos de ser personajes.
Y termina el libro, y anuncia que "qué mierda, por Dios..." y lo cierra, satisfecha de sí misma, triunfante casi, como el tipo que regresa a sus casa y agita frente a su mujer el diagnóstico fatal: "¿Ves? ¡Te dije que me estaba muriendo!"
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¡Habla, pueblo de Aura!