"Por supuesto, no es ropa de santo precisamente", dices, y la ves meterse en la camiseta, y notas cómo cobra vida de nuevo la calavera con su sombrero de copa y al mismo tiempo te das cuenta de que su sonrisa hueca no es la misma, de que te mira como reclamando algo, su cuerpo-dueño, el meneíto que sacudía el trago con que te esperaba y los muslos a medio cubrir y la melena invadiéndolo todo y la sonrisilla cuando llamaba tu madre y la manera tan suave de pedirte porquerías y el sonido de pedo mojado que hacía con la boca cuando decidía dejarte por imposible y su humor de sepulturero y los maullidos que traumatizaban a los murciélagos.
En algún lugar de la ciudad llueve, y ella lee. Le faltas, pero eso no lo sabes porque eres un imbécil. Y además eres desconfiado, porque aún cuando ella te ha dicho claramente que eres un imbécil, no lo quieres creer.