Era negro como la miseria, con unas manos amplias que no conocían más camino que el mango de la azada con que limpiaba los jardines y unos dientes enormes que a los que pertenecía por completo. Le decían Mafifa y se burlaban un poco, pero a él parecía tenerlo tan sin cuidado como el chirrido penitente de aquella carretilla oxidada de muchos siglos donde cargaba sus trastos.
Una mañana andaba desyerbando el patio de Elena, blanca y naranja, hija única de los Bonson, los que desenterraron las botijas llenas de oro. Al atardecer siguiente estaba limpiando los canteros de claveles de la entrada, observado por ella desde la mecedora, y al otro día atendía los galanes de noche que crecían debajo de las ventanas enrejadas. El jueves ya no estuvo.
Por mucho tiempo no lo vimos. La carretilla terminó de aherrumbrarse y se llenó de campanillas, y las señoras buscaron otros mocetones para mantener a raya sus malas hierbas. Un buen día, sin embargo, todo el que quiso pudo observar a un Mafifa, que ahora se llamaba Francisco, limpiecito y vestido con una guayabera de monograma bordado, paseándose despacio por el pueblo y sonriéndole a la vida desde una boca donde no quedaba siquiera un diente que empañara su dicha.
¡Como me gusta este cuento! Y eso que tiene final negro. Negro, limpio y feliz...
ReplyDeleteMaulliditos agradecidos. :)
DeleteMmmm... me encanta el suspenso con que me dejaste. Muchas gracias. Me encanto el cuento.
ReplyDeleteSaludos desde Londres.
Soy yo quien te agradece pasar por aquí. Un abrazo.
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