Ella tiene ahora tiene seis años y una fiebre que le ha tomado cariño. Su madre tiene que salir, y me llama para preguntar si puedo cuidarla hasta que regrese.
Las ojeras se le alegran cuando me ve llegar, y en menos de nada estamos las dos en el sofá, yo jugando con los dedos de sus pies y ella con mi melena, mientras le leo un libraco sobre la vida y obra de las princesas que tenía preparado. A los pocos minutos, sin embargo, interrumpe.
—Resulta que tengo un novio—, dice mirándome a los ojos con sus dos aceitunas muy abiertas. Comprendo que el asunto es serio, y la miro fijo de vuelta.
—Cuéntamelo todo ahora mismo— le digo, y ella se suelta en una llovizna primaveral salpicada de detalles sobre el chico, que se llama Andrés, va a su mismo kindergarden, es moreno, tiene una bicicleta verde y una boca que sabe a arándanos porque usa pomada, y además lleva trenzas.
—Lo de las trenzas no me acaba de convencer,— dice con una ceja enarcada.—Sólo las niñas han de llevar el pelo largo.
—En lo absoluto,—contesto muy rotunda—, los muchachos también pueden hacerlo. De hecho, cuando yo tenía tu edad me moría por los chicos con pelo largo. También más tarde, incluso.
—¿En serio?
—Totalmente.
—Y tú, ¿eres muy lista?
—Bueno, tengo mis días, sí.
—Hmm. Después de todo quizás no sea una mala idea tener un novio con pelo largo. Me pregunto dónde viviremos cuando nos casemos. Aquí no será, claro, porque en mi camita no cabe, pero quizás en casa de sus abuelos, que tienen una gran granja con animalecos. Él mismo es un poco ternero, creo.
La llegada de la madre interrumpe las confidencias, pero igual ya hemos terminado de arreglar la vida. El mundo ahora es más legible para ella y para mí, y mañana, cuando abra el kindergarden, lo será también para Andrés, el novio mugiente.
Las ojeras se le alegran cuando me ve llegar, y en menos de nada estamos las dos en el sofá, yo jugando con los dedos de sus pies y ella con mi melena, mientras le leo un libraco sobre la vida y obra de las princesas que tenía preparado. A los pocos minutos, sin embargo, interrumpe.
—Resulta que tengo un novio—, dice mirándome a los ojos con sus dos aceitunas muy abiertas. Comprendo que el asunto es serio, y la miro fijo de vuelta.
—Cuéntamelo todo ahora mismo— le digo, y ella se suelta en una llovizna primaveral salpicada de detalles sobre el chico, que se llama Andrés, va a su mismo kindergarden, es moreno, tiene una bicicleta verde y una boca que sabe a arándanos porque usa pomada, y además lleva trenzas.
—Lo de las trenzas no me acaba de convencer,— dice con una ceja enarcada.—Sólo las niñas han de llevar el pelo largo.
—En lo absoluto,—contesto muy rotunda—, los muchachos también pueden hacerlo. De hecho, cuando yo tenía tu edad me moría por los chicos con pelo largo. También más tarde, incluso.
—¿En serio?
—Totalmente.
—Y tú, ¿eres muy lista?
—Bueno, tengo mis días, sí.
—Hmm. Después de todo quizás no sea una mala idea tener un novio con pelo largo. Me pregunto dónde viviremos cuando nos casemos. Aquí no será, claro, porque en mi camita no cabe, pero quizás en casa de sus abuelos, que tienen una gran granja con animalecos. Él mismo es un poco ternero, creo.
La llegada de la madre interrumpe las confidencias, pero igual ya hemos terminado de arreglar la vida. El mundo ahora es más legible para ella y para mí, y mañana, cuando abra el kindergarden, lo será también para Andrés, el novio mugiente.
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