Recordé todos los locos de mi infancia: Celeste, con sus cajas y sus pies de penitente; PacoPaco, con su perro tartamudo y su cabeza de algodón percudido; Enrique, al que mi abuelo exigía que llamásemos señor, como a cualquier otro; y el más triste de todos, un chiquillo largo y pardo que se paseaba completamente desnudo por su calle sin hablar, sin reír, con un pene largo y flácido y unos ojitos de esclavo que me estrujaban el corazón dentro del uniforme escolar.
Y recordé al suicida de mi vida, un anciano alto y óseo que había sido, junto a su esposa, buen compañero de logia y charla de mis abuelos, y cuya casa de barandas verdes tenía un eco de barco fluvial. Al morir su esposa los hijos decidieron venderla, a pesar de la negativa del padre carcomido por el luto, y fue tanta la vehemencia de ambos que la vendieron con el viejo dentro; la última vez que lo vi estaba sentado en una cama estrecha que no fue la de sus años felices, en el último cuarto, casi junto al pozo, con las vainas del tamarindo metiéndose entre sus pies.
La última vez que lo escuché, empero, fue una semana después. Mi abuela lavaba bajo el naranjo y yo jugaba a ayudarla cuando oímos muy claro la voz cavernosa: "Margot." Mi abuela se asomó al patio, al portal, a la ventana de la cocina.
"No sé qué querría, el pobre", le comentó luego a mi abuelo.
"¿Quién?"
"Jacinto", dijo ella. "Me llamó esta tarde pero cuando fui ya no estaba."
Nos despertó un aleteo de vecinas, unos ayes lejanos, un ladrar de perros exitados. La nueva dueña de la casa lo descubrió al salir al patio con el alba: Jacinto colgaba de la mata de nísperos, con su pijama de rayas azules. Nadie se explicó nunca cómo había logrado subir por la escalera, componer el lazo, matarse tan diestramente; mi abuelo, con la cara larga de los momentos funestas, dijo que no importaba cómo, importaba el por qué y ya ni eso, porque la muerte anula las preguntas.
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