El negrito de la esquina, lo llaman.
Es un muchacho largo y flaco, con manos de mono y piernas cenicientas y unos ojos como de Aponte sobresaliendo en la cara. Definitivamente afeminado pero sin atisbo de delicadeza, sus gestos son los de su madre, la mujer más pendenciera y descosida de la cuadra, una negra que incluso la mamasanta teme, pues el veneno de su lengua no conoce el cerco de los dientes.
Se ha hecho de unos patines, este negrito; unos patines rusos, viejos de muchos años, oxidados y feos, que él se ata a los pies desnudos con varias vueltas de cordón. Sobre ellos anda como una exhalación, sacándole chispas a la maltratada calle y haciendo un ruido infernal. Los vecinos le tienen prohibido montarlos a la hora de la novela, regla que le molesta y que ignoraría con gusto si no fuera porque su madre es adicta a los amores de pantalla, y por una vez le ha dado la razón al vecindario.
El perro del negrito es un pequeño salchicha, color de caramelo. "¡Cacharro! ¡Cacharro!" grita su dueño varias veces al día mientras lo busca por el barrio con la cabuya de atarlo en la mano, y Cacharro se esconde y aguarda porque no pierde la esperanza que un milagro baje y alguien le regale al negrito unos patines nuevos -unos de esos que se ven en la televisión, con varias hileras de ruedas y soportes y correas; artefactos tan relucientes, tan modernos, tan enmarañados que no parecen para humanos- que lo hagan olvidarse de todo y más que nada de él.
Pero los milagros no abundan, los patines no llegan y el negrito sabe dónde buscar. Y encuentra, siempre encuentra.
Entre la fetidez del cerdo tumbado en un rincón de la sala, bajo la techumbre semiderrumbada de la vieja farmacia que ha ocupado con su madre, acurrucado en el catre, el negrito duerme. Sueña con la niña rubia que viene de afuera, la única que le sonríe al pasar; en el sueño patinan juntos, y ella es su amiga. A los pies del catre, Cacharro sueña que es amigo del negrito.
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