¿Dónde, en efecto? ¿Qué fue de aquella raza de hombres altos de manos
como prados y pechos como almohadas? ¿De los hombres con que las niñas
substituían a sus padres? ¿De los hombres que no golpeaban jamás después
de haber sonado la campana? De los hombres que usaban camisetas blancas
debajo de la camisa, tenían enemigos jurados desde el tercer grado,
lucían dos o tres cicatrices inexplicadas en el cuerpo, no necesitaban
abridores para las conservas, sabían silbar, podían leer en voz alta,
arreglar una silla y hacer callar al perro y además cambiar el centro de
gravedad de tu cuerpo al primer impacto. Esos hombres, ¿se
extinguieron, como los dinosaurios? ¿Murieron achicharrados, pegados una
bombilla que no resultó ser la luna? ¿O andan aún por los rincones,
acurrucados contra las rendijas, buscando calor, amedrentados por la
reinante tribu de princesos?
No lo sé. Lo único que tengo claro es que se extrañan, que hay cosas que
sólo una barba (visible o no) puede solucionar. Así pues, Ernestos
honestos, come out, come out, wherever you are: aún quedan Leopoldinas
por enterrar.
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