Luego comenzó a llover. Un viento fuerte y frío arrastró sobre el
granito del parque las pálidas flores que lo cubrían, y las telarañas
que colgaban de las estatuas temblaron un instante antes de desaparecer
para siempre. El reloj de la Iglesia dió la hora, seis campanadas rotas
que asustaron a los ratones. Un gato se sentó en el umbral, todo ojos
amarillos mirando los hilos transparentes cayendo incesantes ante él, y
se oyó una voz gritar el nombre de un niño loco que no ve cómo llueve y
sabrá Dios dónde estará metido bendito muchacho.
En
algún lugar de la casa la abuela musitó que ya lo decía yo, los huesos,
las hormigas, nunca se equivoca, y la madre respondía que si, que lo
sabemos, usted es el Instituto de Meteorología y la abuela no es eso,
mija, pero yo no las escuchaba. Yo miraba al gato y escuchaba la lluvia
golpear contra la madreselva de la ventana, contra las sábanas blancas
tendidas en el cordel, contra el papel rojo del papalote enredado en los
cables del teléfono, contra el brazo pálido del tullidito que otra vez
habían olvidado en el balcón, contra el chubasquero desteñido del padre
que caminaba de prisa con la bolsa de la comida bien apretada contra el
pecho -nada debe mojarse-, contra tus zapatos viejos olvidados junto a
la puerta.
Conozco una canción en la que alguien se pregunta si habrá un orfanato para las cosas que se quedan abandonadas bajo la lluvia: las bicicletas rotas,
las cadenas enmohecidas, los barcos de papel en las alcantarillas.
Quizás a tus zapatos y al papalote les hubiera gustado irse a vivir
ahí...
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