Ayer, en una fiesta, mientras afuera caía una nieve blanda y tintineaban mil luces navideñas, entre vinos y tapas y risas y libros y cuentos picantes y las fotografías más dolorosas tomadas en un campo de concentración que he visto jamás, dije que estaba, estoy, en el mejor momento de mi vida, y que no cambiaría la mujer que soy ahora por la que era hace diez, o incluso veinte años.
Madurar es un proceso fantástico, dije, si se hace bien, si se tiene un mundo hecho a la medida, aunque para crear ese mundo uno haya tenido que parirse a sí mismo veinte veces al año: no logro imaginar algo más triste que llegar a la mitad de la vida siendo una especie de Peter Pan, creyendo que la hierba es más verde al otro lado, saltando de nube en nube con la esperanza de que alguna aguante el peso de la realidad, balanceando elefantas sobre la tela de la araña.
Y esto, por supuesto, me ha lanzado a los amantes brazos de mi entrañable Juanito, que una vez escribió:
Lo cual, como también diría mi amado Juanito, es bello, e instructivo, y cierto, y hace bien al corazón saberlo.
De muchacho, me sentaba al borde del gran río y pensaba:
-Quién sabe si, de mayor, alcanzaré a la otra orilla.
Soñaba con conquistar una bicicleta.
Ahora tengo cuarenta y cinco años y he conquistado la bicicleta. A menudo voy a sentarme, como antaño, al borde del gran río y mientras masco una brizna de hierba, pienso: "Se está mejor aquí, en esta orilla".