No me lo dijo el dolor, sino escuchar la carcajada del doctor Arjona resonar por el pasillo interminable del hospital, y no en la intimidad alcanforada de su gabinete, donde los siete estudiantes de medicina se volvían a morir regularmente, junto con mi garganta y el esmalte de las sillas. Sabía que esta vez las penicilinas no me las iba a poner Antonio Pons, cuyo "¡Qíubo, familia!", estentóreo y risueño, coloreaba de cariño el horror del ámpula al descabezarse. Sabía que mi mamá había empacado mi pijamas nuevecito, y eso no dejaba duda alguna sobre la seriedad del asunto: ella siempre ha insistido en que uno ha de morirse lo más elegantemente posible.
Lo que me sorprendió fue la enfermedad de los otros, la promiscuidad del llanto, la extraña confianza que se establecía entre las madres partiendo de unos grados de fiebre común entre los hijos. Y me sorprendió la repugnancia con que mi papá lo miraba todo, guapo y ajeno, tan loco por salir de allí ya como yo.
La ronda de inyecciones era cada tres horas. Al paso de la enfermera y sus jeringuillas los gritos comenzaban a pulular: no hay nada tan terrible, ni tan despetroncado en decibeles, como el miedo de un niño. El morenito de la cama de enfrente, en particular, ponía una resistencia digna de un campo de concentración: nunca antes, ni después, he visto a alguien aferrarse tanto a los barrotes de una cama. Aún recuerdo sus alaridos, la ira de la enfermera, la atribulación de la mamá.
Mi papá, con las mandíbulas apretadas como siempre que algo le desagrada, se volvió hacia mí y dijo bajito, con voz dura: "No vayas a dar ese espectáculo." Fue una orden, pero también una lección de vida. Yo también apreté los dientes, y la enfermera hizo su trabajo, y me dijo que qué bien me había portado, y mi papá se rió con sus dientes blancos y me trajo una manzana.
Entonces supe que el dolor es para aguantarlo en silencio, porque es la única manera de salir de él con decoro, y concentrándome en la forma perdí miedo al contenido. El dolor es un medio más, el charquito inevitable frente a la puerta de algo mejor. Y si, además de mirarlo de frente, se le puede poner un poquito de garbo, entonces es un fin en sí mismo: el placer está al doblar del último ardor, con su banda de seda negra.
Ponte cómoda, niña Alicia.
La ronda de inyecciones era cada tres horas. Al paso de la enfermera y sus jeringuillas los gritos comenzaban a pulular: no hay nada tan terrible, ni tan despetroncado en decibeles, como el miedo de un niño. El morenito de la cama de enfrente, en particular, ponía una resistencia digna de un campo de concentración: nunca antes, ni después, he visto a alguien aferrarse tanto a los barrotes de una cama. Aún recuerdo sus alaridos, la ira de la enfermera, la atribulación de la mamá.
Mi papá, con las mandíbulas apretadas como siempre que algo le desagrada, se volvió hacia mí y dijo bajito, con voz dura: "No vayas a dar ese espectáculo." Fue una orden, pero también una lección de vida. Yo también apreté los dientes, y la enfermera hizo su trabajo, y me dijo que qué bien me había portado, y mi papá se rió con sus dientes blancos y me trajo una manzana.
Entonces supe que el dolor es para aguantarlo en silencio, porque es la única manera de salir de él con decoro, y concentrándome en la forma perdí miedo al contenido. El dolor es un medio más, el charquito inevitable frente a la puerta de algo mejor. Y si, además de mirarlo de frente, se le puede poner un poquito de garbo, entonces es un fin en sí mismo: el placer está al doblar del último ardor, con su banda de seda negra.
Ponte cómoda, niña Alicia.
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