Sentadas en la terraza, ella y yo.
Ella con su cigarrillo eterno, sus jeans razgados, sus crespos de cobre, sus olores a patchuli y azahar, sus bragas rojas de feminismo encarnizado, sus tótems, sus uñas mochas, sus series criminales de tapa blanda, sus muebles enormes, sus cacerolas erráticas, su manera libre de criar los hijos, sus alfombras voladoras, sus aceites ardientes, su desorden cósmico, sus pecas de niña pequeña, sus camisetas de iris.
Ella, soñando hacia adelante, entusiasta del futuro y sus cherembecos de vivir.
Ella, cuarenta, casi diecinueve.
Yo con mi eterna copa de vino helado, mis lilas tímidas, mi vajilla de las bisabuelas, mi mundo de hilo y algodón oloroso a lavanda, mi mar de querer, mis arcones de cedro, mis difuntos vivos, mi melena de noche, mis aguaceros y mis gorriones enterrados, mis ironías a flor de piel, mi perfume de siempre y sus palomas tiesas, mis obsesiones de madre judía, mi melancolía enconada, mi despiste selectivo, mis polvos de olor, mis vestidos verdes.
Yo, metiéndome en el bolsillo del pasado y mirando desde allí el mundo con sólo un ojo.
Yo, treinta y seis, casi ochenta y cinco.
Ella y yo, tan distintas, pero al mismo tiempo tan de buscarnos, porque de las diferencias nos ponen a salvo la risa, y las puertas verdes.
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