He despertado sobresaltada, y he pensado primero en los gatos, y luego en la urracas del pino, y más tarde en el perro del vecino, que adolece de los nervios, pero al final he reconocido su voz, afilada por la rabia, gritando cada vez más alto frases que comenzaban invariablemente con «yo».
La conozco bien. Sé que su feminismo acérrimo no conoce paliativos, y está tan convencida siempre de llevar razón que ni siquiera se plantea las esquinas del corazón. Que cita a la Plath y a la Atwood como si las conociera del barrio. Que va descalza en verano, y fuma cigarros de carretero.
Sé que no se echa a llorar como yo, después de cinco minutos de discusión, ni carga luego con las culpas propias y ajenas, como yo; que no se avergüenza como yo, hasta el hueso, de cualquier palabra dura que haya pronunciado aunque fuera necesario; que no hace actos de contrición, ni vuelve a amar, como yo.
Y aún así, mientras escucho la piqueta de su voz hacer astillas la calma húmeda de la madrugada de un jueves que aún huele a nieve, prefiero mi fragilidad; de un puño cerrado no comen los pájaros.
«No me grites, que no hay por eso más razón en lo que dices», cantaba alguien allá por los ochenta, en Cuba, en otra vida. Quiero creerlo.
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