Era viejo y pardo, y vestía una guayabera amarillenta y unos espejuelos oscuros como los que usaban los esbirros del batistato; el filo del pantalón estaba doble, como hecho por alguien que no sabe planchar.
Caminaba despacio por el Paseo de la Marina, apoyando en una especie de cayado su peso de pájaro: los brazos parecían cabillas cubiertas de piel. Le hacía señales a cuanto vehículo pasaba por su lado, ya fuese un camión o un carro, y decía: "¡Hospital!" Luego, al verlos seguir de largo, murmuraba: "Está bien, chico, no me lleves..."
Lo recuerdo porque su resignación me quitó de golpe la paz del mar, y lloré de rabia y de pena negra. Cuando lo conté esa noche en casa mi mamá respondió: "Ay mija...", con un desaliento y una tristeza que aún hoy me corroen el corazón.
Pienso en él y en tantos otros viejos desamparados, ahora que escucho que se van a las manos en las colas de la farmacia; que lloran de hambre y soledades; que se caen al suelo de extenuación porque los dueños de autos, privados y estatales, veinte años después, siguen teniendo de plomo el corazón.
Y ya sé que no es un tema tan importante como un acto de repudio de hace tres décadas, ni tan merecedor de indignaciones, pero yo es que soy de letras y vivo en Europa: no pueden esperar mucho más de mí.