Hoy, a las cuatro de la tarde, habían afuera cinco grados bajo cero que se sentían como veinte, porque el viento era grosero y soplaba de costado como para hacer llorar.
La rumana estaba debajo de la farola, como siempre, tratando de protegerse entre mantas y chales. Es oscura y bonita, y tiene mi edad; lo sé porque le acaricio con la punta de los dedos la mejilla, y la veo sonreír con dientes sanos cuando echo monedas en su escudilla o le extiendo un vaso de papel con café recién comprado.
Después de la ducha caliente, de la chimenea chisporroteante, de la copa de buen vino francés, pienso en ella. Pienso en ella mientras preparo la masa para las frituras de bacalao de mi abuela. Frida tenía razón: el mundo se divide en estrellas y estrellados. Y tenía también razón Don Quijote: sólo dos linajes hay en el mundo, que son el tener, y el no tener.
Pero cuestan poco esas monedas sueltas. Cuesta poco sonreír, si uno busca en el bolsillo izquierdo. Quién sabe; quizás sea una sonrisa lo que convierte una farola bajo la nieve de Marzo, en la primer luz de Narnia.
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¡Habla, pueblo de Aura!